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La intensa experiencia táctil que representa la cerámica nos recuerda que el tacto fue la primera forma de comunicación que aprendimos al tener contacto con nuestro cuidador y posteriormente para conocer el entorno.

Por ello al tocar el barro se nos despierta ese instinto tan primario que nos permite en un lenguaje no verbal desarrollar aquellas cosas que verbalmente son difíciles de articular.
Si a esto le sumamos la tridimensionalidad, la maleabilidad y la receptividad del material, los límites entre el afuera y el adentro dejan de existir. La experiencia de la transformación: la construcción y la deconstrucción además de la posibilidad de dejar huella en el material apenas lo tocamos también está presente, poniendo en evidencia nuestra presencia e impacto en el mundo real.

Es casi casi como una especie de alquimia en la somos capaces de traer al mundo exterior ese dolor o cualquier emoción que estamos experimentando.
Lo mejor de todo es que, una vez materializada, no tiene porque ser permanente, podemos modificar, deshacer y volver a comenzar, como una poderosa metáfora de construcción y deconstrucción de uno mismo.

Otro de los aspectos que convierten a la cerámica en un medio terapéutico es la facilidad con la que invita a la regresión, por ello se comprobó que es tan efectiva como herramienta terapéutica para abordar patologías asociadas a la salud mental, como el Alzhéimer por ejemplo, a la que logra ralentizar el avance del deterioro cognitivo.